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EL NIÑO, EL CONEJO Y EL BOSQUE
... Había
una vez un niño que se fue a dormir, feliz de ser un niño tan
afortunado, durmiendo en su cama blanda, habiendo tomado su leche, y
escuchado el cuento que su mamá le contó.
Había
una vez un conejo, que se fue a dormir, feliz de ser un conejo tan
afortunado, que comió su pasto, saltó en la hierba junto a sus
hermanos y se fue a dormir con el beso de su mamá.
Había
una vez un bosque triste, que casi ya no podía disfrutar, ocupado
siempre en dar vida a los seres que lo habitaban, que, sin embargo,
se veían cada vez más débiles y desanimados, los colores de las
flores eran menos brillantes, el viento soplaba con menos alegría,
la tierra estaba seca y arrugada, las crías nacían con menos
frecuencia, y el río ya casi no cantaba, los animales estaban
enfermos y muchas veces enojados… Todo el bosque estaba sufriendo.
El
niño que se fue a dormir feliz de ser un niño tan afortunado,
despertó suavemente del sueño, y antes de abrir sus ojos sintió el
aire que entraba por su nariz, dulce, fresco y liviano, sintió la
caricia tierna de un rayito de sol que a penas calentaba, escuchó el
trinar juguetón de los pájaros y el correr alegre de un agua. Abrió
los ojos de a poquito, ya sabía que no estaba en su casa, no oía la
radio con sus noticias matutinas, ni las carreras desajustadas de sus
hermanas, ni la voz de su mamá llamando a desayunar, ni la de su
padre avisando la hora y el atraso. Sin embargo, se dio cuenta que se
sentía tranquilo y confiado, contento y en paz.
Terminó
de abrir los ojos y comprobó que efectivamente no era su pieza, no
era su casa, no era su cama, no estaban sus cosas… y no pudo abrir
la boca para llamar a mamá, no era que tuviera miedo, no, es que
estaba totalmente sorprendido, en un lugar que no podía reconocer.
Era un bosque, pero no era el bosque triste que acostumbraba ver
cuando iba hacia la escuela. Este era un lugar maravilloso, en donde
se sentía como cuando mejor se sentía en su casa, que no era todos
los días, pero a veces sucedía, cuando todos eran felices al mismo
tiempo.
Se
levantó, miró, escuchó, sintió y camino. Hasta
que se encontró con un conejo. El mismo conejo que se había ido a
acostar feliz de ser un conejo tan afortunado. Que también se había
despertado sin saber donde estaba pero sintiéndose como en casa, en
casa y en familia.
No
se si ustedes conocen la telepatía o si la han practicado alguna
vez, pero estos dos, conejo y niño, conversaron sin hablar,
mirándose supieron que a ambos les había ocurrido lo mismo, se
invitaron a jugar y se echaron a correr, entraron al agua, subieron a
los árboles y comieron de sus frutos, olieron las flores, y
descansaron en la hierba. Conocieron muchos seres dispuestos a jugar
y con todos se comunicaron sin hablar. Las aventuras que pasaron no
las puedo contar todas aquí, porque sería muy largo de escribir,
pero ustedes mismos ya se las pueden imaginar.
Sin
saber cómo, en un descanso a los pies de un árbol, se volvieron a
dormir. Y despertó cada uno en su cama, en su casa, con su familia,
escuchando el ajetreo de cualquier día en la mañana. Trataron de
contar lo que les había sucedido, pero todos estaban tan apurados,
tan atrasados, tan preocupados por quien sabe qué, que pronto se
desanimaron y ya no trataron de decir nada. Guardaron silencio y cada
uno partió a sus obligaciones, el conejo al campo, el niño a la
escuela.
Caminando
iban los dos y de lejos se divisaron y corrieron a encontrarse, pero
de pronto se pararon en seco y se miraron fijamente, y al mismo
tiempo se dijeron:
-
¡Tú eres el conejo que se come las plantas de mi mamá!
-
¡Tú eres el niño que nos pone trampas con su papá!
Y
estaban a punto de tirarse a pelear, uno encima del otro, cuando
sintieron la brisa jugar entre ellos, los cariños del sol, el canto
risueño de las aves… y recordaron!, recordaron todo, todo ese
momento extraordinario vivido en un bosque desconocido y soñado,
donde jugaron como hermanos, junto con todos los seres de aquel
lugar, sin que nada se interpusiera en su fraternidad. Entonces,
ambos relajaron sus hombros de esa postura dura que ponemos cuando
vamos a pelear, soltaron sus puños, y su ceño fruncido se volvió
suavemente sonrisa y luego risa... y volvieron a correr y a jugar,
pero cortito, porque cada uno tenía que llegar a sus quehaceres.
Todo
el día se acordaron uno del otro y de los momentos vividos, y de los
demás seres que habían conocido en ese bosque especial…
No
le contaron a nadie, pero a todos miraron con alegría y respeto, a
los niños, a los demás conejos, a las flores, a los árboles, a las
personas y a los animales, a la tierra y a las piedras también.
Todas y todos les parecían únicos y especiales, y por todos
sintieron afecto y gratitud.
A
la tarde después de la escuela y del campo, cuando ayudaban en casa
a sus familias, todo fue diferente también: las mismas cosas que
hacer, pero niño y conejo las hacían con tanto entusiasmo y
dedicación que al hacerlas los demás se contagiaban y sumaban su
empeño del mismo modo.
Así
pasaron los días sin olvidar, porque cada vez que sentían la brisa
o el calorcito del sol, cada vez que oían a las aves cantar o a los
animales conversar, cada vez que sentían su corazón palpitar,
volvían a vivir ese mismo momento de amistad, a sentir esa misma
sensación de un momento feliz, de un momento total, que contagia a
todos los que están cerca, y a todas las cosas que se hacen así, de
ese modo feliz y agradecido.
Lo
más extraordinario, sin embargo, es que el bosque triste que había
camino a la escuela comenzó a cambiar. Cada vez que el niño y el
conejo recordaban su amistad, cada vez que buscaban sentir el calor
del sol y ponían atención al canto de las aves, del agua o del
viento, una flor florecía en el bosque, un ave conquistaba a su
pareja, un nuevo nido era terminado, un olor más intenso se
desprendía de la hierba, una flor vestía un color nuevo, o los
árboles crecían unos centímetros…
No
fue de un día para otro, pero llegó el momento en que, de tanto
recordar que eran Hermanos, de tanto sentirse unidos en la armonía
de ser parte de un mismo bosque de vida, el bosque triste llego a
parecerse al bosque soñado, tanto, que otros conejos y otros niños
pudieron también vivir ese mismo sueño y recordar, recordar y
saborear la experiencia de pertenecer todos a una misma Familia, y
ver transformarse el mundo por efecto de estar más Presente en él.
Luciano y su Mamá
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